Egresada de la carrera de Diseño de indumentaria y textil, Nati Arduini aprendió a tejer con su abuela. Entre manualidades, comenzó a pintar con acrílicos sobre papel y tela. Se entrenó laboralmente en el taller de pintura epoxi de su papá y, aunque en su casa se cocinaba mucho, ella no entraba en esa. Miraba y comía. Todavía no sabía que esos dos mundos se unirían al preparar pastas temáticas y multicolores.
Nació Villa Ballester, partido de San Martín, y aún vive por ahí con su marido Nico Gutiérrez Pavón y su bebé. A los 9 años aprendió a tejer a crochet y a dos agujas, porque la veía a la abuela. Su mamá siempre cocinó muy rico y sus abuelos maternos (hijos de alemanes y rusos), también. Él solía hacer queso de cerdo casero (que jamás probó) y la especialidad de la abuela era la riwwel kuchen o torta rusa, con masa leudada, membrillo y crumble encima. Y recuerda los sabores que creaba su bisabuela rusa, a quien conoció poco: “era una señora muy seria y mayor, no hablaba mucho pero hacía el mejor strudel del mundo”.
Sus abuelos paternos, italianos, siempre preparaban el pan bien temprano. Nunca faltaban pizzas y focaccias para picar. “Si ibas a la cocina había fideos al huevo caseros, que dejaban secar en varios palos de madera, o algún pescado al horno con vegetales. Siempre miré y comí, mucho no cocinaba, pero sí me gustaba hacer ñoquis como tradición todos los 29. Me ponía creativa: de papa, de calabaza, espinaca, ricotta…”
Ni bien terminó el secundario empezó a trabajar en un almacén mientras cursaba en la universidad. “Trabajaba seis días a la semana, entre 6 y 12 horas diarias. Me divertía bastante, me gustaba atender a la gente. Estudiaba y leía mil libros de psicología en el camino a la facultad”. Luego de algo más de dos años, decidió dejar la carrera porque la aburría. Casi sin pensarlo se anotó en diseño de indumentaria y textil, también en la UBA.
A un año de terminar ingresó a una academia privada que le permitía hacer desfiles en el BAAM (Buenos Aires Alta Moda), con Héctor Vidal Rivas. Se recibió, se fue del almacén y empezó a trabajar como docente de la carrera. En un concurso ganó su primera máquina de coser y armó su propia marca de jeans de autor. Más tarde abrió un taller. “Un día me cansé un poco de la noche, los eventos, los desfiles, el show –recuerda–. Necesité hacer algo diferente”. Y entró a una escuela de cocina. “Me enamoré de los fuegos y del servicio. Aprendí a ver un mundo de sabores dando vueltas por ahí”.
Por entonces empezó a trabajar para Los Petersen en eventos. “La experiencia fue inolvidable. Cambié los tacos por las crocs; del perfume, el pelo arreglado y la ropa impecable, a sentirme fatalmente vestida y destruida. Pero me adapté rápido, me gustó enseguida”, afirma. Cuando le ofrecieron un puesto como jefa de cocina en una famosa cadena de panadería francesa aceptó porque le quedaba cerca de casa. “Pero tuve un accidente –recuerda–, un compañero hizo una mala maniobra y terminé quemada. Brazos, cara y cuello en llamas. Estuve unos meses hasta que pude volver a los fuegos”. Volvió con Los Petersen, hasta que llegó la pandemia.
Ya había estado experimentando con pastas en su casa. Usaba Instagram desde 2016, subía recetas, seguía a diferentes cocineros. Conoció a su marido, que veía en la tele, en Cocineros Argentinos y en Morfi. Cuando en 2020 se tuvieron que quedar en su casa, se refugió en las pastas: “Tenía tiempo libre para probar distintas masas, colores y formas. Me había quedado sin trabajo y algunos conocidos me empezaron a pedir pastas. Así comencé a vender, pero sentía que tenía que darle una vuelta de rosca, o varias”.
Fue cuando apareció la idea de darle color y probar distintas harinas. Para el 9 de julio hizo sorrentinos en forma de corazón con los colores de la bandera y el número 10 en el medio. No vendió muchos, pero alguien los vio y le hizo el primer pedido personalizado.
“A partir de ahí empezaron a pedirme raviolones con los colores de Boca, de River… Me volví más creativa, buscaba nuevas formas. De ahí en más me encargaban todo tipo de opciones temáticas. Así nacieron las pastas con arte”. Los colores surgen de vegetales, especias, legumbres, distintas harinas… El rojo es tomate seco hidratado, el marrón puede ser harina integral o mezcla con cacao, el amarillo es a base de cúrcuma, el verde espinaca o brócoli.
Al principio rechazaba trabajos porque le parecía que eran difíciles de concretar. Después se fue haciendo de cortantes. Si el diseño es muy complejo lo manda a hacer a algún diseñador 3D; si no, los fabrica ella misma. “Me hago los moldes con papel manteca. Siempre me pregunto si la gente entenderá lo difícil que es hacer esto. Está habituada a ver este arte en la repostería, pero pensar en pastas rellenas es difícil”.
¿Cómo comer su pasta? “Como cualquier otra. Tal vez son un poco más delicadas y requieren cierta precaución al emplatarlas para que se luzcan y no queden tapadas de salsa”. El sueño que se viene es el restaurante de pastas temáticas. “Pero falta para eso”, concluye, mientras amasa una cara de Messi.
Fuente: La Nación