VIDEO | Día de la Memoria: la inspiradora historia de una sobreviviente de la Dictadura

El 19 de octubre de 1976, la familia Garraza cenaba tarde en su casa de la avenida España, ciudad de San Luis, luego de una larga jornada laboral en la panadería que tenían a la vuelta de la vivienda, sobre la calle Maipú. Era tarde y todo transcurría con normalidad, hasta que alguien llamó a la puerta.

Pedro José Garraza, peronista, dirigente del Sindicato de Obras Sanitarias (en ese momento) de la Nación y padre de la familia, se levantó de la mesa y fue a atender. Cuando abrió encontró del otro lado a un grupo de entre 50 y 60 hombres, algunos con uniformes de las fuerzas de seguridad, otros de civil, que irrumpieron en la vivienda. Era un allanamiento.

Los oficiales ingresaron con violencia, revisaron toda la casa, y se llevaron detenidos a Pedro, a su esposa María Isabel Chediack de Garraza –dirigente de la Agremiación de Magisterio Provincial Puntanos y Afines (AMPPyA)-, y a sus hijas, Isabel Catalina, de 22 años, y Ana María, de 19 –ambas estudiantes y militantes de la Juventud Peronista-. Comenzaba un calvario para toda la familia.

La menor del clan, que solo tenía 8 años, fue puesta al cuidado de unos tíos y recién volvió a tener contacto con su mamá en abril de 1978, cuando Chediack de Garraza recuperó su libertad.

Ana María Garraza recuerda aún hoy, 48 años después de aquella noche, que la casa familiar de la calle España al 500 era un lugar habitual de visita de los vecinos de la zona. “Acudían a hablar por teléfono, porque era el único teléfono de la cuadra; mi papá salía corriendo en el auto al hospital llevando a algún niño que se accidentaba o lo mordía un perro; iban los niños del barrio a que los ayudáramos con libros, a hacer los deberes…la solidaridad era una cuestión natural”, cuenta la docente universitaria y exdirectora de Derechos Humanos de la Municipalidad de San Luis.

Ella había vuelto a la vivienda paterna, después de haberse instalado en la casa de sus tíos de Mendoza – ambos pediatras “barriales” que desarrollaban su trabajo con un fuerte compromiso social- para estudiar Medicina.

Ana María había terminado la secundaria en la Escuela Normal Mixta, donde compartió militancia, por ejemplo, con Pedro Valentín Ledesma, uno de los tantos desaparecidos que hubo en San Luis durante los “años de plomo”.

En Mendoza, solo pudo quedarse un año: sus tíos, por sus tareas sociales, eran seguidos de cerca por la tristemente célebre Alianza Argentina Anticomunista (la “Triple A”). Un oportuno aviso les permitió, a grandes y chicos, salir de esa provincia antes de ser capturados, o algo peor. “Dos o tres días después, hubo no un allanamiento porque las personas que llegaron a la casa de mi tío no eran fuerzas legales. Lo iban a buscar, pero no precisamente para detenerlo”, rememora.

Sus familiares debieron exiliarse, y ella volvió a la casa de la familia, a vivir una vida relativamente normal. En realidad, pasó a lo que algunos llamaron “semi-clandestinidad”: tenía su identidad real y portaba sus propios documentos, pero desarrollaba actividades sociales y políticas con el conocimiento de muy poca gente.

Previo a esa noche de octubre, el grupo de jóvenes militantes empezó a sentir el accionar de la dictadura. Casi un mes antes, en un fuerte y violento operativo en el barrio Jardín, militares asesinaron a Raúl Sebastián Cobos y capturaron a Pedro Valentín Ledesma y a Juan Cruz Sarmiento. En ese mes también se produjeron los secuestros de Graciela Fiochetti, en La Toma, y de Santana Alcaráz, en la Universidad Nacional de San Luis (UNSL). “Fue nuestra propia Noche de los Lápices”, evoca Ana María.

Cobos y Ledesma  estaban muy relacionados con la familia Garraza, por la propia militancia y porque ambos trabajaban en la panadería. Además, Pedro Valentín era novio de Isabel Catalina.

Todos los capturados en el mes de la primavera estaban vinculados a la UNSL, y solo Juan Cruz Sarmiento sobrevivió a aquellos años de torturas, ejecuciones, detenciones arbitrarias y crímenes varios.

Después de septiembre, los golpes en la puerta, el medio centenar de “oficiales”, el allanamiento, las capturas, los tormentos, el supuesto juicio y los traslados constantes.

En los juicios por delitos de lesa humanidad que se realizaron en San Luis, Ana María Garraza declaró como testigo y expuso parte de lo que le tocó vivir a ella y a toda la familia. Detalló que tras su detención fue derivada al Departamento de Informaciones D-2 de la Policía provincial, donde fue sometida a interrogatorios bajo brutales golpizas; y también fue trasladada en varias ocasiones al Centro Clandestino de Detención de la Policía Federal, en Belgrano y San Martín (donde ahora funciona el Museo Histórico de San Luis – MUHSAL-) y otras reparticiones militares, con el objetivo de ser interrogada y firmar declaraciones que le imponían los torturadores.

Muchos de esos brutales interrogatorios se realizaban en una sala que compartía una pared con oficinas del Juzgado Federal de San Luis.

Recién el día 15 de noviembre de 1976, por decreto S 2848/1976 se dispuso el arresto de Ana María Garraza, que fue puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Posteriormente, por Decreto 1209/1976 del 6 de diciembre de 1976, fue trasladada desde el D-2 a la Penitenciaría de Mendoza.

A esa provincia también llevaron al resto de los integrantes de la familia. En octubre de 1977, un año después de las capturas, todos fueron juzgados por un Consejo de Guerra. “Era una parodia de juicio, porque ya estabas condenado antes de entrar a la sala. Era un tribunal uniformado, un fiscal uniformado, y ¨defensores¨ que operaban para que te aminoraran la pena a vos y se la aumentaran a tu papá”, reconstruye Ana María.

Antes del juicio, los acusados “podían elegir” a sus defensores, añade: “Nos llevaron vendadas al edificio del Comando de Mendoza, nos pusieron contra la pared; me sacaron la venda y me pusieron una lista de  nombres y me dijeron ¨elija¨. No sabía qué tenía que elegir, cuando me dijeron que eran defensores, les dije que lo eligieran ellos, si yo no los conocía”.

El Consejo de Guerra, como era de esperar, condenó a los Garraza: a Pedro a 20 años de reclusión, a Isabel Catalina a 22 y a Ana María a 10. “Eso da una idea de los años que se pensaban quedar los militares”, analiza quien fue la más joven de los detenidos de la familia.

En abril de 1978, los tres fueron trasladados en un avión Hércules. El padre quedó en Sierra Chica y las hijas en Villa Devoto. Las mujeres luego fueron derivadas a Ezeiza.

A principios de diciembre de 1983, poco antes de la asunción del primer presidente democrático post-dictadura, Raúl Alfonsín, todos recuperaron la libertad y regresaron a San Luis, tras siete años de prisión.

La luz después de los años de oscuridad

Los años de prisión fueron duros, pero también fueron años de estrechar lazos con quienes estaban en la misma condición. “Conviví con compañeras de todo el país y seguimos siendo hermanas”, recalca Ana María, más de 40 años después.

La profesora no olvida que esas compañeras hoy hermanas lograron resistir los embates de los torturadores. “Adentro de la cárcel el plan de exterminio también existía, desde la sal en la comida hasta la prohibición de mirar por la pequeña ventana que tenía la celda; también el intento de desmoralizar, de intentar el sálvese quien pueda y ofrecer salvaciones individuales”, enumera.

Señala que la misma militancia -entendida como organización colectiva para perseguir un objetivo común- que todas ya habían ejercido afuera sostuvo esa resistencia en los años de encierro.

Pese a todo ese padecimiento en su temprana juventud, Ana María no guarda rencor: “No hay resentimiento”, apunta con firmeza, y sostiene que pudo reconstruir su vida “desde el amor” y con el apoyo colectivo de quienes atravesaron esas circunstancias.

La reconstrucción es siempre en grupo, en colectivo. Y a mí me amparó muchísimo la Universidad, que pude reiniciar mis estudios”, cuenta.

El haber sido obligada a paralizar su proyecto de vida desde los 19 hasta los 26 años, hizo que Ana María transitara sus etapas juveniles en simultáneo. “No podía darme el lujo de estudiar primero, salir a bailar después, y después ver. Yo quería ser madre y formar una familia, así que hice todo junto: en segundo año de la carrera de Fonoaudiología me casé, tuve a mi primera hija en tercer año, me recibí con la segunda en la panza; hice la Licenciatura con la tercera en la panza”, narra quien fue la primera decana de la Facultad de Ciencias de la Salud (UNSL) elegida democráticamente.

Con la familia que formó, sus estudios y el contacto permanente con sus compañeras detenidas en la dictadura como cimientos, pudo edificar la vida que había pensado. “Tuve un compañero que siempre estuvo a mi lado, tres hijas maravillosas, padres maravillosos y esta comunión con mis hermanas desde el amor. Además, intentado siempre construir y no destruir”, comenta.

“La cuestión es cómo reconstruir. Y tiene que ver con no bajar los brazos, erguirse ante la adversidad, y no cultivar el resentimiento ni el odio. Para eso están ellos”, sentencia. Y completa: “Desde esa concepción del mundo, uno se posiciona para construir, nunca para destruir”.

En esa línea, traza una diferencia sustancial entre los que ejercieron el terrorismo de Estado y las víctimas de ese accionar: “Nosotros no somos como ellos. Nunca hicimos justicia por mano propia, sino que acompañamos, estuvimos y nos hicimos cargo en los juicios, otorgando las garantías constitucionales que le corresponden a todo ser humano”.   

Nosotras

Ana María resalta que un grupo de ex presas políticas se unió en la “Colectiva Nosotras”, que ya editó dos libros: “Nosotras ex presas políticas” y “Nosotras en Libertad”. Esta última obra, que reúne el testimonio de 200 exdetenidas de la dictadura, se armó y se publicó de manera virtual en plena pandemia de Coronavirus. Ahora ya lleva tres ediciones en papel.

“Se llama Nosotras en Libertad porque relata qué pasó después con cada una. Todos los textos tienen una cuestión en común que es que todas hemos reconstruido en función de la reconstrucción del tejido social, de organizar colectivamente a quienes tenemos alrededor, de asumir responsabilidades políticas. Hay compañeras han sido legisladoras, otras dirigentes sindicales históricas, educadoras reconocidas…todas fuimos tejiendo, en el lugar donde reaparecimos, una reconstrucción desde la ideología de que nadie se salva solo”, cierra Ana María, hoy coordinadora institucional de Derechos Humanos de la UNSL.   

La Dictadura Cívico Militar Argentina fue instaurada a partir de un golpe militar el 24 de marzo de 1976. A lo largo de más de 7 años, hasta 1983, se llevaron a cabo miles de desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones extrajudiciales, en un intento de eliminar la oposición política y suprimir las ideologías consideradas subversivas. La represión dejó una profunda cicatriz en la sociedad argentina, y el proceso de memoria, verdad y justicia aún continúa en busca de reconciliación y reparación.